Un silbido en la madrugada


Volvió a suceder. Mientras escribía escuchó a alguien silbando La Reina de la Noche de Mozart. Eran las dos de la mañana.
No le hubiera preocupado escuchar a alguien silbar tan hermosa pieza, aún a esa hora, como no le había sorprendido las veces anteriores.
Pero esta vez se dedicó a escuchar, detenidamente. El silbido era muy claro y muy entonado, como aquellos que él nunca pudo silbar, pero que su maestro presumía constantemente.
Recordó a su maestro, sus silbidos, su disciplina y sumanera de enseñar ya fuera ortografía o cultura general. Pero se detuvo, noquiso distraerse del silbido cuyo origen ahora estaba dispuesto a identificar.
Se levantó y comenzó a seguir el sonido, salió al aire librey escuchó. Ahí estaba el silbido, Reina de la Noche. Que atinado quien a esahora decidía silbar. Era la noche y la luna estaba llena, casi como una Reina.La miró y como siempre disfrutó su compañía. Esa luna que aparecía ydesaparecía periódicamente, como hace la luna en todos lados.
Se descubrió divagando otra vez. Poniendo atenciónidentificó el silbido y notó que escuchaba con la misma intensidad que alprincipio. Se dio cuenta que no estaba ni más cerca ni más lejos de su origen,aún cuando había avanzado algunos metros. Reculó y salió a la calle, dispuestoa encontrar al silbante nocturno de una vez por todas.
El sonido de los camiones que pasaban por la carreteracercana no lograban opacar el silbido. Se escuchaba con la misma nitidez que alprincipio y que en el jardín. Tampoco se acercaba ni se alejaba.
Pensó que el origenestaría entonces dentro de su casa. Recorrió cada cuarto, cada rincón, cadaaparato, para descubrir que el silbido seguía interminable y repetido. Comenzóa ponerse de mal humor, como le sucedía cuando no encontraba rápido lo quebuscaba, como pasaba cada vez que oía y veía silbar a alguien, como había sidoen ocasiones anteriores con este músico dentoalveolar nocturno.
Pero esta vez estaba decidido a encontrar el origen. Siotras veces lo dejó pasar, ahora estaba determinado a dirigirle ciertaspalabras altisonantes al sujeto que interrumpía el silencio nocturnoocasionalmente.
Esta vez no iba a mover la cabeza y acostarse en su cama adormir, escuchando a un borracho silbar la Reina de la Noche de Mozart.
Lo que más lo indignaba era que el borracho, inconsciente ysilbador, lo había perseguido por más de mil kilómetros, para silbar la Reinade la Noche, en las madrugadas de luna llena.
Estuviera donde estuviera sabía que tenía que dormir antesde que terminara la primera hora del día si la luna en el cielo estaba llena,de lo contrario, escucharía la interpretación de la Reina de la Noche.
Así, medio vestido, caminó por las calles cercanas, tratandode identificar el origen de su tortura y el resultado seguía siendo la mismaintensidad. Ni se acercaba ni se alejaba.
Durante horas vagó por la ciudad, con la Reina de la Nocheen los oídos y en el cielo sin lograr su objetivo.
Cuando ya cansado, los pies doloridos y cuerpo frío, comenzóa aclarar el cielo, el silbido terminó. Nunca logró identificar el silbido ydecidió no buscar mas su fuente que no era otra que su propia cabeza. Su propioy personal Geert Chatrou.
Decidió que estaba loco y nombró Tamino a su locura. El silbido sería su flauta mágica. Lo haría más feliz y cuando estuviera triste lo volvería alegre, como la ópera del autor. Así, alescuchar a Tamino sería el loco más feliz del mundo. Y ahora se le puede verviendo hacia arriba cada noche, anhelando que la Reina de la Noche aparezca en elcielo… y en sus oídos.